Entrada de Fernando VII a España.
En otoño de 1813, Napoleón vencido en la batalla de las Naciones, reestablece en el trono de España a Fernando VII y firma un tratado de paz en Valençay el 11 de diciembre de 1813.
Todo el mundo deseaba la vuelta de Fernando VII: los realistas, para que acabara con el régimen constitucional, y los liberales, porque el reconocimiento del texto constitucional y de las reformas realizadas en las Cortes supondría su definitivo refrendo. La incertidumbre fue convirtiéndose en agitación por ambas partes.
Mientras tanto, en las Cortes se promulgaba un decreto para tener controlado al rey desde su entrada en territorio nacional hasta su llegada a Madrid, y en él se exponía con toda claridad que no se le reconocería hasta que prestara juramento a la Constitución promulgada en Cádiz.
Cuando Fernando VII cruzó el río Fluviá, el 24 de marzo de 1814, el recibimiento popular fue apoteósico. Todos intentaban acercarse al rey para besarle la mano con la rodilla en tierra. La regencia envió al general Francisco Copons para entregarle al rey un pliego de la Regencia solicitando que jurase la Constitución. El rey, que se dió perfectamente cuenta del ascendiente que ejercía sobre las poblaciones, contestó vagamente a la Regencia haciendo alusión a las innumerables pruebas de fidelidad que le ofrecían sus “vasallos”, a sabiendas de que esta palabra había sido prohibida por las Cortes al considerarla denigrante.
Fernando VII modificó el itinerario marcado por la Regencia y se dirigió a Zaragoza. Se ha considerado esta modificación como un desafío a las órdenes de la Regencia.
Desde la entrada de Fernando VII hasta el decreto que expidió el 4 de mayo hay una situación política indecisa en la que el rey era el árbitro, puesto que los liberales le necesitaban para que el proceso de reformas iniciado en Cádiz permaneciera, mientras que los conservadores esperaban del monarca la destrucción de las estructuras políticas por los primeros. La mayor parte de la nobleza se había sentido herida por la supresión de los señoríos, y la mayoría de la jerarquía eclesiástica se oponía a las reformas liberales de forma manifiestamente hostil y belicosa.
Fernando VII se trasladó de Zaragoza a Valencia, pero antes de llegar se encontró en los Llanos de Puzol (Valencia) con el presidente de la Regencia, el cardenal Borbón, que había ido a su encuentro con instrucciones precisas de no ceder el poder ejecutivo que él representaba hasta que el rey no hubiese jurado la Constitución. Todas las fuentes coinciden en relatar el encuentro de ambos personajes frente a frente, a escasos pasos uno del otro, sin querer ceder ninguno de los dos. Al final cedió el Cardenal.
Al llegar a Valencia, un grupo de diputados no liberales de las Cortes ordinarias presentaron al rey un Manifiesto, llamado “de los persas”. Más del 90% del manifiesto se dedicaba exclusivamente a criticar con acritud la obra de las Cortes gaditanas. El autor principal de este manifiesto fue el abogado sevillano Bernardo Mozo de Rosales. En el manifiesto se pide la convocatoria a las Cortes a la manera antigua. El manifiesto es encuadrado como una acción más, esta vez escrita, dentro de la lucha política contra los liberales; una acción que demuestra la existencia de una oposición que no debe tacharse, de forma simplista, como reaccionaria y absolutista.
En definitiva, el rey se encontró en Valencia con que un tercio de los diputados, entre los que se incluía el presidente de las Cortes, le exigían que acabara con el proceso reformador liberal. Fernando VII firmó el decreto el 4 de mayo con toda tranquilidad recuperando la soberanía.
Política interior.
Fernando VII se convierte en un monarca legitimista cuya manifestación más clara es el gobierno personal.
De las pocas cosas positivas que se han escrito sobre el carácter de Fernando es su sencillez, simpatía y campechanía con algún rasgo de sensibilidad, como el que movió a indultar a una mujer, en julio de 1814, que atentó contra él. No era capaz, por su cobardía innata, de enfrentarse a las situaciones con todas sus consecuencias. Era listo, lo que le permitía resolver pequeños problemas, pero no inteligente, por lo que no supo comprender la grave problemática por la que atravesaba el país. Como escribió Du-Hamel, sólo pensaba en salir de las dificultades del momento, sin reflexionar que desviar una dificultad no es resolverla.
A estos rasgos de la personalidad del manarca habría que añadir la mediocridad de las personas que le podían aconsejar.
La falta de un sistema político, el carácter del rey, la mediocridad de sus consejeros y la inestabilidad ministerial, hizo que el Sexenio Absolutista, juzgado por sus resultados, fuese un auténtico fracaso que defraudó las esperanzas de la mayoría de los españoles. Desde el mismo 4 de mayo comenzó la restauración de todos los organismos del Antiguo Régimen, desmantelando una tras otra las estructuras políticas, sociales y económicas de las Cortes de Cádiz.
A lo largo del Sexenio Absolutista hay tres cuestiones que deben ser resaltadas: la represión contra afrancesados y liberales, los intentos de reforma de la Hacienda y el robustecimiento de la oposición liberal.
La situación económica que encontró Fernando VII en 1814 era deplorable: el país se hallaba destrozado, la agricultura esquilmada, la industria deshecha, las comunicaciones inservibles y las arcas de la real Hacienda vacías. A todo ello hay que unir el comienzo de la emancipación americana que trajo como consecuencia el corte casi brutal de la llegada de metal acuñable y del comercio ultramarino. El rey se negaba a conseguir dinero, ya fuera del exterior mediante un empréstito o del interior por la instauración de una contribución especial al clero y a la nobleza.
Los pronunciamientos.
Por su parte, el ejército tenía motivos específicos de queja. A raíz de la Guerra de la Independencia se integraban en él dos tipos de militares: los regulares, antiguos oficiales de cuartel, casi todos fieles al rey, y los guerrilleros, hombres cuya profesión anterior no era la castrense y que, sin embargo, se habían distinguido en la lucha. A la vuelta de Fernando VII, los primeros, no siempre, por otra parte, los más destacados en la guerra, pasaron a ocupar los puestos de mando más importantes, mientras que los segundos se vieron relegados.
No hay ningún año del sexenio en el que este descontento no se manifieste en la intervención armada del elemento militar en contra del gobierno establecido. Esta intervención recibe el nombre de pronunciamiento o golpe militar asestado contra el poder para introducir en él reformas políticas.
Espoz y Mina.
Espoz y Mina, uno de los guerrilleros más famosos de la Guerra de la Independencia, movilizó sus fuerzas con el objeto, según él, de “apoderarme de la plaza y ciudadela de Pamplona”. Parece ser que el liberalismo de Espoz y Mina fue más consecuencia que causa, ya que el pronunciamiento estaba determinado porque el monarca no le nombró virrey de Navarra y eligió a un militar de la vieja estirpe. Cuando llegó a las puertas de Pamplona, sus guerrilleros le abandonaron al no poder mostrar las órdenes del rey para el asalto a la ciudad; tuvo que esconderse y, posteriormente, huir a Francia, donde se dedicó a conspirar.
El segundo pronunciamiento lo llevó a cabo un joven militar, Juan Díaz Porlier, en otoño de 1815 en La Coruña. La ideología liberal de Porlier está fuera de toda duda desde el momento en que fue confinado en el castillo de San Antón, de La Coruña, debido a una denuncia de su propio secretario, por mantener correspondencia peligrosa. Aprovechando que se le había concedido permiso, a pesar de estar confinado, para tomar baños en Arteixo, organizó el descontento de bastantes militares, desesperados por el retraso en el cobro de los haberes, y en la noche del 17 al 18 de septiembre de 1815 entró en La Coruña y logró levantar la guarnición en nombre de la “libertad” y en contra del “yugo de la feroz tiranía”.
Con el apoyo de la guarnición de Ferrol, Porlier dominó buena parte de Galicia, pero en el camino hacia Santiago, donde se habían reunido las tropas fieles al gobierno, fue traicionado por sus propios suboficiales y detenido en Ordenes. Fue condenado a muerte en Consejo de Guerra y ahorcado en La Coruña, donde supo morir con gallardía.
Vicente Richart.
En febrero de 1816 otro militar, Vicente Richart apoyado por el ex diputado Calatrava y el general Renovales, llevó a cabo la “conspiración del Triángulo”, que tenía como fin el secuestro del rey, que debería ser llevado a palacio para que jurara la Constitución. La delación de varios conspiradores dio al traste con todos los planes: a Richart se le ajustició en la horca y su cabez fue cortada para, clavada en una pica, exhibirla durante meses al público, como lección y escarmiento de revoltosos.
Luis Lacy.
En la noche del 4 al 5 de abril de 1817 un nuevo pronunciamiento tuvo lugar en Caldetas, donde Luis Lacy se sublevó con el apoyo de Francisco Milans del Bosch en Gerona y de Quer en la propia Barcelona.
El pronunciamiento fracasó por falta de organización, Lacy fue hecho prisionero, condenado a muerte y fusilado en los fosos del castillo de Bellver, de Mallorca, porque Castaños, capitán general de Cataluña, temía que se alterase la tranquilidad pública si se verificaba la ejecución de la pena en Barcelona.
Joaquín Vidal.
En 1819 el coronel Joaquín Vidal intentó eliminar a todas las autoridades de Valencia que debían asistir a una función de teatro en la Nochevieja de 1819. El plan fracasó porque debido al fallecimiento, el 26 de diciembre, de la reina Isabel, se suspendieron todos los festejos de fin de año. Denunciados por un traidor, el propio capitán general de Valencia, Francisco Javier Elío y Olondriz, detuvo a los conspiradores, 13 de los cuales fueron ajusticiados el 22 de enero. Entre ellos se encontraba Félix Beltrán de Lis.
La caída del régimen.
El pronunciamiento de Riego consiguió, por fin, el objetivo que todos ellos perseguían: que la acción liberal alcanzase el poder para realizar una serie de cambios políticos, sociales y económicos desde una base ideológica opuesta a la del Antiguo Régimen.
Al descontento por el mal gobierno hay que añadir la mala marcha de los asuntos económicos: una deuda pública en constante aumento, un exceso de empleados civiles y militares, un país deshecho por la guerra que se rehacía lentamente y la recesión general europea.
Por otra parte, el clero era incapaz de adaptar la explotación de sus enormes riquezas a los nuevos tiempos. El campesinado se veía frenado en su progreso por el régimen señorial. Y muchos militares se hicieron masones y pasaron a formar parte de la facción que aspiraba a un cambio de sistema.
Al malestar del Ejército y del país en general hay que sumar no sólo la desilusión de los liberales de 1814, sino la de aquellos que de buena fe pensaron que el rey cumpliría con las promesas hechas en Valencia, e, incluso, el descontento de algunos realistas que, si bien no eran partidarios de una revolución, tampoco estaban conformes con la política llevada a cabo.
Quienes apoyaron al rey, confiando en las reformas prometidas el 4 de mayo, tuvieron que llegar forzosamente a la conclusión de que habían sido burlados, sobre todo con la supresión de los periódicos y de la censura.
El 1 de enero de 1820 el comandante Rafael de Riego proclamó la Constitución en Cabezas de San Juan contra los planes previstos de embarcarse hacia América para combatir el levantamiento independentista de ultramar.
La sublevación de Riego que estava perfectamente localizada y mal planificada tuvo su éxito debido a que ninguno de los altos mandos se atrevió a encabezar la inserrucción y declararse abiertamente a favor de ella, pero tampoco la atacaron e, incluso, la veían con buenos ojos. Otro de los errores del gobierno que favoreció el éxito fue el silencio guardado acerca de lo que sucedía en Andalucía. Tras el levantamiento de Riego, se sucedieron una ola de pronunciamientos en varios puntos de España: La Coruña, Ferrol, Vigo, Zaragoza, Barcelona, Pamplona y Ocaña donde se proclamó la Constitución el 4 de marzo por el conde de La Bisbal, al mando del ejército que debía formarse en La Mancha para combatir a los insurgentes. Por otro lado, la pasividad del pueblo, realista en su mayor parte, también favoreció a los liberales.
El 7 de marzo, el rey se decidió a jurar la Constitución de 1812 y a convocar Cortes con arreglo a ella.
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