En los años siguientes al Tratado de Aquisgrán fue mucho más evidente que había sido una simple pausa y cómo las potencias estaban en bandos concretos no por convencimiento, sino por la coyuntura internacional. Los desacuerdos manifestados en 1748, junto con el rencor por los resultados, originaron la gran crisis diplomática conocida por la inversión de alianzas. Mientras María Teresa, muy descontenta por las cesiones, pretendía recobrar Silesia, la pugna colonial continuaba sin descanso. Por tanto, los cambios diplomáticos se debieron a propósitos de todos los Estados, plasmados en acciones simultáneas según se producían los acontecimientos. Francia constituía una pieza clave en este juego de intereses, su amistad con Austria desaconsejable, pues las cortes de Viena, Berlín y Londres mermaron su influencia en las redes diplomáticas. Y existía el peligro de aislamiento por la mala gestión de los asuntos exteriores por su cancillería. Ante tal situación debía parar el expansionismo ruso, recortar el prestigio de los Habsburgo en el Imperio y relegar al segundo plano el papel de Gran Bretaña en Europa y Ultramar. Caja de resonancia de las discordias europeas, las fricciones coloniales no cesaron con la firma de la paz y el tratado de 1748 parecía lejano y sin validez, consecuencia de las negociaciones diplomáticas ajenas a los asuntos comerciales en las propias áreas de intercambio.
Cualquier combinación de alianzas tendría un efecto eco a escala mundial. De manera casi unánime se ha establecido que el principio de las mutaciones estuvo en el acuerdo británico-ruso de septiembre de 1755, por el que Rusia manifestaba su oposición a Prusia por medio de un acercamiento al bando enemigo. Jorge II también buscaba desde el fin de la contienda austríaca una garantía militar para Hannover e inició un fructífero diálogo con María Teresa. Fue entonces cuando Newcastle se dirigió a Rusia, la otra potencia en el Este, y firmó el Tratado de San Petersburgo. La seguridad del Electorado implicaba la invasión por Rusia de Prusia oriental en caso de conflicto con Gran Bretaña. Este acercamiento tampoco afectaba a la amistad con Austria, muy al contrario, completaba la red diplomática. Federico II, que había rechazado las propuestas de Londres un año antes porque se hallaba en conversaciones para la renovación de la alianza con Luis XV, se apresuró a ofrecer cuantas garantías deseara el Reino Unido si quedaban salvaguardados sus Estados frente a la intervención de la zarina Isabel. Las negociaciones desembocaron en el Tratado de Westminster, en enero de 1756, por el que Prusia penetraba en la red aliada británica. Aunque daba la impresión de un acuerdo precipitado, en realidad fue el resultado de estudiados proyectos internacionales.
Ante tal situación, no cabía duda de las importantes consecuencias del tratado y, a pesar del desconcierto inicial, las cancillerías se mantuvieron expectantes a la espera de la reacción francesa y rusa. Versalles rompió sus contactos con Berlín y entabló de inmediato conversaciones con Viena, sin tener en consideración los mutuos recelos, basándose en los deseos de acercamiento manifestados por María Teresa desde 1748. Austria proponía la cesión a don Felipe, yerno de Luis XV, de los Países Bajos, la devolución de Parma y el respaldo a la candidatura de los Wettin en la sucesión polaca. En la corte francesa, el encargado de las deliberaciones, el abate Bernis, partidario de la amistad franco-austríaca, venció las resistencias y se ganó al monarca tras el ataque británico en Norteamérica. Firmado en mayo de 1756, el primer Tratado de Versalles era una alianza defensiva con Austria en caso de agresión de un tercero. Todo el acuerdo estaba revestido de una apariencia de neutralidad, ya que la tradicional enemistad entre ambos países imposibilitaba mayores compromisos, pero Kaunitz logró completarlo con un pacto secreto de socorro militar cuando existiera asalto por algún aliado de los británicos. Era la base para el principal objetivo de la diplomacia vienesa: una coalición contra sus enemigos. No sólo quedaron turbadas las conexiones entre las potencias europeas, sino también las mantenidas entre la Sublime Puerta y Francia, ignoradas en el tratado. ¿No eran de esperar serios problemas en la frontera oriental ahora que existía una colaboración entre los antiguos antagonistas? Pero los recelos provenían del acercamiento francés a Rusia, confirmado en el pacto de noviembre de 1756, donde junto a los aspectos militares estaban los puntos comerciales, lo que demostraba la profundidad de las nuevas relaciones. El sultán, desconfiando de las intenciones francesas por la declaración sobre la libre disposición de todos los edificios de los Santos Lugares, se aproximó a Prusia, que creó una embajada permanente en la capital turca. Versalles adoptó una postura conciliadora, a pesar de las múltiples fricciones, en especial por motivos económicos, para eludir una guerra directa y mantener su influencia en la zona de cara a Austria y Rusia. Los cambios de alianzas eran demasiado precarios como para seguir una línea diplomática definida y nunca romperían los valiosos lazos con Estambul, pieza clave del área oriental.
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