domingo, 24 de junio de 2012

Revolución francesa (1)


Revolución Francesa
Capitulo I
Proceso social y político acaecido en Francia entre 1789 y 1799, cuyas principales consecuencias fueron el derrocamiento de Luis XVI, perteneciente a la Casa real de los Borbones, la abolición de la monarquía en Francia y la proclamación de la I República, con lo que se pudo poner fin al Antiguo Régimen en este país.
Aunque las causas que generaron la Revolución fueron diversas y complejas, éstas son algunas de las más influyentes: la incapacidad de las clases gobernantes —nobleza, clero y burguesía— para hacer frente a los problemas de Estado, la indecisión de la monarquía, los excesivos impuestos que recaían sobre el campesinado, el empobrecimiento de los trabajadores, la agitación intelectual alentada por el Siglo de las Luces y el ejemplo de la guerra de la Independencia estadounidense.
Las teorías actuales tienden a minimizar la relevancia de la lucha de clases y a poner de relieve los factores políticos, culturales e ideológicos que intervinieron en el oigen y desarrollo de este acontecimiento.

Las razones históricas de la Revolución

Más de un siglo antes de que Luis XVI ascendiera al trono (1774), el Estado francés había sufrido periódicas crisis económicas motivadas por las largas guerras emprendidas durante el reinado de Luis XIV, la mala administración de los asuntos nacionales en el reinado de Luis XV, las cuantiosas pérdidas que acarreó la Guerra Francesa e India (1754-1763) y el aumento de la deuda generado por los préstamos a las colonias británicas de Norteamérica durante la guerra de la Independencia estadounidense (1775-1783).
Los defensores de la aplicación de reformas fiscales, sociales y políticas comenzaron a reclamar con insistencia la satisfacción de sus reivindicaciones durante el reinado de Luis XVI. En agosto de 1774, el rey nombró controlador general de Finanzas a Anne Robert Jacques Turgot, un hombre de ideas liberales que instituyó una política rigurosa en lo referente a los gastos del Estado.
No obstante, la mayor parte de su política restrictiva fue abandonada al cabo de dos años y Turgot se vio obligado a dimitir por las presiones de los sectores reaccionarios de la nobleza y el clero, apoyados por la reina, María Antonieta de Austria.
Su sucesor, el financiero y político Jacques Necker tampoco consiguió realizar grandes cambios antes de abandonar su cargo en 1781, debido asimismo a la oposición de los grupos reaccionarios. Sin embargo, fue aclamado por el pueblo por hacer público un extracto de las finanzas reales en el que se podía apreciar el gravoso coste que suponían para el Estado los estamentos privilegiados.
La crisis empeoró durante los años siguientes. El pueblo exigía la convocatoria de los Estados Generales (una asamblea formada por representantes del clero, la nobleza y el Tercer estado), cuya última reunión se había producido en 1614, y el rey Luis XVI accedió finalmente a celebrar unas elecciones nacionales en 1788.
La censura quedó abolida durante la campaña y multitud de escritos que recogían las ideas de la Ilustración circularon por toda Francia. Necker, a quien el monarca había vuelto a nombrar interventor general de Finanzas en 1788, estaba de acuerdo con Luis XVI en que el número de representantes del Tercer estado (el pueblo) en los Estados Generales fuera igual al del primer estado (el clero) y el segundo estado (la nobleza) juntos, pero ninguno de los dos llegó a establecer un método de votación.
A pesar de que los tres estados estaban de acuerdo en que la estabilidad de la nación requería una transformación fundamental de la situación, los antagonismos estamentales imposibilitaron la unidad de acción en los Estados Generales, que se reunieron en Versalles el 5 de mayo de 1789. Las delegaciones que representaban a los estamentos privilegiados de la sociedad francesa se enfrentaron inmediatamente a la cámara rechazando los nuevos métodos de votación presentados.
El objetivo de tales propuestas era conseguir el voto por individuo y no por estamento, con lo que el tercer estado, que disponía del mayor número de representantes, podría controlar los Estados Generales. Las discusiones relativas al procedimiento se prolongaron durante seis semanas, hasta que el grupo dirigido por Emmanuel Joseph Sieyès y el conde de Mirabeau se constituyó en Asamblea Nacional el 17 de junio.
Este abierto desafío al gobierno monárquico, que había apoyado al clero y la nobleza, fue seguido de la aprobación de una medida que otorgaba únicamente a la Asamblea Nacional el poder de legislar en.materia fiscal. Luis XVI se apresuró a privar a la Asamblea de su sala de reuniones como represalia. Ésta respondió realizando el 20 de junio el denominado Juramento del Juego de la Pelota, por el que se comprometía a no disolverse hasta que se hubiera redactado una constitución para Francia.
En ese momento, las profundas disensiones existentes en los dos estamentos superiores provocaron una ruptura en sus filas, y numerosos representantes del bajo clero y algunos nobles liberales abandonaron sus respectivos estamentos para integrarse en la Asamblea Nacional.

El inicio de la Revolución

El rey se vio obligado a ceder ante la continua oposición a los decretos reales y la predisposición al amotinamiento del propio Ejército real. El 27 de junio ordenó a la nobleza y al clero que se unieran a la autoproclamada Asamblea Nacional Constituyente. Luis XVI cedió a las presiones de la reina María Antonieta y del conde de Artois (futuro rey de Francia con el nombre de Carlos X) y dio instrucciones para que varios regimientos extranjeros leales se concentraran en París y Versalles.
Al mismo tiempo, Necker fue nuevamente destituido. El pueblo de París respondió con la insurrección ante estos actos de provocación; los disturbios comenzaron el 12 de julio, y las multitudes asaltaron y tomaron La Bastilla —una prisión real que simbolizaba el despotismo de los Borbones— el 14 de julio.
Antes de que estallara la revolución en París, ya se habían producido en muchos lugares de Francia esporádicos y violentos disturbios locales y revueltas campesinas contra los nobles opresores que alarmaron a los burgueses no menos que a los monárquicos. El conde de Artois y otros destacados líderes reaccionarios, sintiéndose amenazados por estos sucesos, huyeron del país, convirtiéndose en el grupo de los llamados émigrés.
La burguesía parisina, temerosa de que la muchedumbre de la ciudad aprovechara el derrumbamiento del antiguo sistema de gobierno y recurriera a la acción directa, se apresuró a establecer un gobierno provisional local y organizó una milicia popular, denominada oficialmente Guardia Nacional. El estandarte de los Borbones fue sustituido por la escarapela tricolor (azul, blanca y roja), símbolo de los revolucionarios que pasó a ser la bandera nacional.
No tardaron en constituirse en toda Francia gobiernos provisionales locales y unidades de la milicia. El mando de la Guardia Nacional se le entregó al marqués de La Fayette, héroe de la guerra de la Independencia estadounidense. Luis XVI, incapaz de contener la corriente revolucionaria, ordenó a las tropas leales retirarse. Volvió a solicitar los servicios de Necker y legalizó oficialmente las medidas adoptadas por la Asamblea y los diversos gobiernos provisionales de las provincias.

Luis XVI y María Antonieta
La falta de voluntad fue una de las características de Luis XVI (en la imagen), quien subió al trono de Francia a la muerte de su abuelo, Luis XV. Los historiadores lo describen como un personaje rechoncho, de andar torpe y sin muchas condiciones para hacer frente al difícil periodo en que le tocó gobernar.
Cuando subió al poder declaró que deseaba ser amado por sus súbditos e hizo todo lo que pudo para conseguirlo. Por ejemplo, despidió a dos ministros de su antecesor Maupeou y Terray, que eran aborrecidos. Además restableció los Parlamentos que había abolido Luis XV, sin imaginar los dolores de cabeza que estos le darían más adelante.
En realidad Luis XVI tenía buenas intenciones, pero carecía de capacidad para el manejo público. Su gran pasión era la caza y él mismo llevaba una estadística: entre 1775 y 1789 salió a cazar nada menos que 1562 días. Se cuenta también que al regresar de su jornada de cacería, acostumbraba darse un banquete y luego dormirse.
El collar de la reina
A pesar de su poca fortaleza, el pueblo no sentía mayor antipatía por este monarca. Por el contrario, veía con malos ojos a su esposa, María Antonieta, (en la imagen) que era de origen austriaco. La reina, hermosa y alegre, tenía fama de frívola.
El comportamiento irresponsable de la reina, en lo que a gastos se refiere, era el blanco común de la crítica de sus adversarios. Su popularidad cayó aún más a mediados de la década de 1780, cuando la soberana se vio envuelta en un bullado escándalo. Este episodio pasó a la historia como el "asunto del collar de diamantes" que, se cree, fue urdido por adversarios de María Antonieta. Todo comenzó cuando una estafadora que se hacía llamar condesa de Lamotte convenció al cardenal de Rohan, a quien la reina no podía ver, de que podría ganar la amistad de la soberana regalándole un hermoso collar de diamantes. El pobre cardenal cayó en la trampa y encargó la joya, la cual nunca llegó a manos de María Antonieta. Cuando la estafa fue descubierta, se produjo un escándalo y se cuestionó no sólo la honestidad del cardenal sino también la de la reina. Ambos fueron posteriormente absueltos, pero el daño a su imagen ya estaba hecho.
Prestigio internacional
En tiempos de Luis XVI, Francia tenía problemas económicos, pero gozaba de una buena posición en el plano internacional. Como Inglaterra le disputaba supremacía en Europa, el ministro francés de Relaciones Exteriores, Vergennes, buscó la forma de dar un golpe al adversario. Encontró el escenario propicio en Estados Unidos, país que luchaba por independizarse. Luis XVI reconoció la independencia de esa nación en 1778 y firmó una alianza que le llevó a aumentar su prestigio y también sus problemas financieros.
Al borde de la bancarrota
En el reinado de Luis XVI había graves problemas. Y no era para menos, considerando el lujoso modo de vida de la realeza y los cortesanos, que gastaban dinero a manos llenas.
El encargado de manejar las finanzas fue Robert Turgot, que tenía fama de ser un hombre serio y honesto. Cuando asumió su cargo de inspector general, dio a conocer al rey sus propósitos: "nada de bancarrota, nada de aumento de tributos, nada de empréstitos". La idea de Turgot era reducir los gastos, pero esto era difícil de conseguir. El ministro de finanzas estaba consciente de ello, incluso señaló al rey: "tendré que luchar con la generosidad de Vuestra Majestad y de las personas que le son más queridas. Seré temido, odiado aún por casi todos los que componen la corte, por todos los que solicitan mercedes". Luis XVI, al parecer con buena voluntad, le aseguró su respaldo.
Turgot sustituyó el trabajo de mantención de caminos, al que estaban obligados los habitantes, por un impuesto. Lo importante de esta medida era que todos los propietarios debían pagar el tributo, incluso los nobles, quienes tradicionalmente habían estado exentos de impuestos. Otra medida consistió en abolir las corporaciones o gremios las que reunían a quienes desempeñaban un mismo oficio imponiendo reglamentos que impedían la libertad de trabajo. Con estas medidas Turgot se ganó grandes enemigos: los parlamentos, la corte, los maestros de diversos oficio y todos los que vieron disminuidos sus privilegios, se pusieron en contra suya. A pesar del apoyo del monarca, Turgot fue destituido en mayo de 1777.
Jacobo Necker, rico banquero fue el sucesor de Turgot. Su receta para conseguir dinero fue recurrir a los préstamos públicos contratados por el Estado. Sin embargo, al publicar el presupuesto estatal no daba datos reales.
A pesar de lo anterior, el informe de Necker permitió a la gente tener una idea de lo que se gastaba en la corte, lo cual antes no se había hecho público. Así se ganó la simpatía de muchos sectores, pero también la furia de la reina y sus amigos. Con tan poderosos oponentes, Necker no pudo seguir adelante y se retiró en 1783.
Posteriormente María Antonieta hizo valer sus influencias ante el rey y logró el nombramiento de Carlos Alejandro de Calonne como inspector general, quien corrió una suerte similar a su antecesor. Su cargo paso a manos de Loménie de Brienne.
 
La defensa de los privilegios
Ante un panorama financiero de lo más desastroso, Brienne no tuvo otro remedio que pedir más préstamos. Pero eso no bastaba. Retomó entonces la idea de establecer un impuesto sobre las tierras, sin ninguna excepción. Esta vez la posición del Parlamento fue fiera. Como este tribunal debía registrar los edictos, utilizó esta facultad como un arma de batalla. Exigió que se le mostrase el estado de las cuentas. El rey se negó y, a partir de entonces, esta verdadera "guerra fría" fue cobrando proporciones cada vez mayores. El Parlamento de París comenzó a bombardear con diversos planteamientos: pidió que, antes que se implantase ningún impuesto nuevo, la nación se reuniese en asamblea.
También afirmó tajantemente que "sólo la nación tiene derecho a conseguir subsidios", y sostuvo que "los impuestos deben ser consentidos por los que han de soportarlos".
Esta posición del Parlamento no pretendía defender los derechos del pueblo o de los pobres, sino los privilegios de las clases acomodadas, como los nobles. Claro que toda la gente se vio involucrada en este clima de agitación. En París se respiraba un aire cargado de tensiones; se quemaban en la calle efigies de los ministros, y los consejeros de María Antonieta le hicieron notar que haría bien en no aparecer por la capital.
La batalla entre el gobierno y el Parlamento continuaba. El rey impuso su voluntad y obligó a registrar sus edictos. Acto seguido, el Parlamento los anuló. En fin, la propia autoridad del monarca estaba quedando por el suelo, aún cuando éste lograra salirse con la suya declarando que los registros eran legales "porque yo así lo quiero".
La lucha pasó de las palabras a los hechos y varios miembros del Parlamento fueron detenidos. Las protestas arreciaron . Ya no se trataba sólo de asuntos monetarios, sino de la defensa de la libertad individual.
En medio de estas pugnas, la bancarrota se hizo inminente. La única posibilidad de evitarla era convocar a los Estados Generales, para dar un corte a las disputas.
 
Los Estados Generales
Los Estados Generales eran una asamblea, compuesta por tres órdenes separados: el clero, la nobleza y el grupo formado por burguesía y campesinado. Este último orden se conoce como el tercer estado, término que usaremos para referirnos a él en lo sucesivo. Dicha asamblea se había citado por última vez en 1614 y el dramatismo de la situación obligó al gobierno a convocarla nuevamente.
Necker fue llamado una vez más a hacerse cargo de la situación hasta que se reuniesen los Estados Generales. Comenzó por donar una cuantiosa tajada de su fortuna personal a las arcas de la monarquía, lo que naturalmente fue recibido con aplausos. Pero el economista no era mago y tratar de reflotar las finanzas en ese momento era prácticamente una misión imposible.
Pero el tema que acaparaba la atención de toda la población era la convocatoria a los Estados Generales. En torno a este asunto también hubo polémica: fue necesario fijar el número de los representantes de cada grupo y se decidió que el tercer estado tendría tantos delegados como las otras dos órdenes juntas (el clero y la nobleza).
En realidad el gobierno, cuyos intereses chocaban contra los de los privilegiados por la cuestión de los impuestos, creyó encontrar respaldo en el pueblo. La idea era afianzar "la alianza natural del trono y el pueblo contra las aristocracias, cuyo poder no podría establecerse sino sobre la ruina de la autoridad real".
Reclamos y peticiones
De acuerdo a la tradición, cada orden debía plantear sus reclamos y proposiciones en cuadernos. En todos ellos dejaron constancia de su respaldo al rey, al que en ese entonces nadie soñaba en derribar del trono. Esto, independientemente de las quejas formuladas, que superaban con mucho la materia tributaria.
Los miembros del tercer estado, pedían por ejemplo, cosas que hoy pueden parecer bastante pintorescas. Un pueblo exigía su derecho a tener fusiles para cazar a los lobos y reclamaba contra una serie de privilegios feudales que estaban vigentes. Los señores poseían el derecho de caza, el control sobre los caminos y podían mantener palomares que incomodaban mucho a los campesinos, ya que las aves se alimentaban de los granos que ellos usaban para la siembra.