lunes, 26 de noviembre de 2012


Durante la regencia de María Cristina, España perdió los restos de su imperio colonial. Desde 1895 se libró la fase final de la guerra contra los nacionalistas cubanos, que culminó con el conflicto hispano-norteamericano, cuyo desarrollo se explica en otro lugar. Esta contienda se cerró con el tratado de París, suscrito en diciembre de 1898.
Las repercusiones de estos sucesos tuvieron gran alcance, y sirvieron para sacar a flote las deficiencias del sistema de la Restauración. Cundió la desmoralización, y el ejército, humillado, atribuyó sus insuficiencias a la incuria de los políticos. 
Se puso de manifiesto con todo su dramatismo la injusticia del sistema de servicio militar, las "cuotas", que permitía a los ricos librarse del reclutamiento pagando, con lo que las filas del ejército se nutrían sólo de desheredados. También la llamada cuestión social empezó a dar muestras de virulencia. Los trabajadores de la industria y los servicios componían ya un tercio de la población, y los obreros empezaban a organizarse (fundación de la Unión General de Trabajadores, UGT, en 1888), y entre ellos ganaba adeptos el ideario anarquista (cuya asociación clandestina podía contar en torno a los 40.000 afiliados al comienzo de este período). 
El auge del comercio vinícola terminó al recuperarse los viñedos franceses y al penetrar la filoxera en España. Por otra parte, se había procedido a una plantación masiva de vid en detrimento del trigo, base de la alimentación tradicional, con lo que se produjo una situación de escasez y aun de hambre. La aceptación mundial del aceite de oliva animó considerablemente este sector, pero las peculiaridades que impone la recolección de la aceituna fomentaron el empleo precario y la proletarización de amplias masas del campesinado del Sur. 
Después del Siglo de Oro, la cultura española atravesó un periodo que parece de decadencia por la forzosa comparación con aquella época esplendorosa. En efecto, los siglos XVIII y XIX (última etapa de barroco, neoclasicismo, romanticismo) dieron figuras relevantes, pero en ningún caso comparables con sus ilustres predecesores, y en general por debajo de las personalidades europeas del momento. 

María Cristina de Habsburgo-Lorena con su hijo, el futuro Alfonso XIII.

Sin embargo, en los años finales del siglo XIX comenzaron a manifestarse los síntomas de un renacer que tuvo su expresión en la llamada Edad de Plata, que se extendió a lo largo del primer tercio del siglo XX y que constituyó el momento más creativo de la cultura española después del Siglo de Oro. Si el romanticismo español estuvo claramente por debajo de las manifestaciones de ese ciclo estético en otros países europeos, sus esencias impregnaron los comienzos de la narrativa realista, que tuvo sus máximos exponentes en Fernán Caballero (Cecilia Bohl de Faber, 1796-1877), Pedro Antonio de Alarcón (1833-1891), José María de Pereda (1833-1906), Benito Pérez Galdós (1843-1920) y Juan Valera (1829-1905). Los tres últimos fueron, sin duda, los mejores novelistas españoles de su época y los máximos exponentes del realismo, técnica de la que se valieron para reflejar magistralmente la atmósfera de la Restauración. Pereda introdujo la novela regional, ambientada en la montaña de Santander, vigorosa en la descripción y que otorgaba protagonismo al paisaje. 
Valera retrató ambientes andaluces con finura y distanciamiento aristocrático, y fue uno de los mejores estilistas contemporáneos. En cuanto a Galdós, era un escritor sorprendentemente prolífico. Sus Episodios nacionales, crónica novelada del siglo XIX español, comprenden cinco series de diez volúmenes. Sus "novelas contemporáneas" retratan magistralmente el Madrid de su tiempo. La corriente realista entró en el naturalismo con Emilia Pardo Bazán (1851-1921), Leopoldo Alas "Clarín" (1852-1901), autor de La regenta, una de las mejores novelas escritas en el siglo XIX, y Armando Palacio Valdés (1853-1938). El naturalismo se prolongó, entrado ya el siglo XX, con Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928). Este período se caracterizó también por el despertar de las culturas regionales, que por vez primera en mucho tiempo emplearon para su expresión sus lenguas propias.
 
El ejemplo más notable lo constituyó Cataluña, cuya Renaixença (o renacer nacional) dio figuras que van de Valentín Almirall (1841-1904), formulador de la doctrina del catalanismo político, al poeta Jacinto Verdaguer (1845-1902), el dramaturgo Angel Guimerá (1849-1924) y una pléyade de artistas de los que el más universal ha sido el arquitecto Antonio Gaudí (1852-1926). Aparte la creación literaria, floreció en esta época la erudición humanística, con Manuel Milá y Fontanals (1818-1884) y Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912). En el terreno de la ciencia, el máximo representante fue Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), que desentrañó la estructura celular del cerebro y sentó la teoría de la neurona, lo que le valió en su momento el premio Nobel. La tecnología, que en España había florecido en el siglo XVIII, retrocedió al quedar el país descolgado de la Revolución industrial. Una personalidad relevante en este campo fue Leonardo Torres Quevedo (1852-1936), ingeniero y matemático, que desarrolló máquinas de calcular singularmente perfeccionadas que se sitúan, por derecho propio, en la protohistoria de la cibernética. 

Josep Puig i Cadafalch; el arquitecto catalán fue una de las figuras representativa de la Renaixença.

La música, que contó con figuras universales en el Renacimiento y el barroco, quedó al margen de la evolución europea. Las formas populares, en particular la zarzuela, fueron responsables en gran medida de ese desarrollo insuficiente. Con todo, también esos géneros menores dieron sus clásicos, en los que se combinaban la honda raíz popular, madrileña preferentemente, y un notable dominio de la técnica. El estreno de La verbena de la Paloma en 1894, obra de Tomás Bretón (1850-1923), podría sintetizar el auge del "género chico", que vino a ser una sublimación genial de los gustos chabacanos y la despreocupación cultural que caracterizaron a la sociedad urbana de la Restauración.